
Se dice y se repite: leer ayuda a formar un pensamiento crítico. Una reflexión sobre cómo esto sucede, a partir de una obra de arte y reflexiones de especialistas.
La mirada fija en el suelo, el puño clavado en el mentón, la mano libre en la rodilla izquierda, desnudo sobre una gran roca. El pensador que inmortalizó el artista francés Auguste Rodin en la famosa escultura de ese nombre contiene la figuración del sujeto pensante, abstraído del mundo que habita o inmerso en un mundo propio, el de su mente. El mundo que también es su cuerpo a juzgar por esa manera de sentarse sin ropa sobre una gran piedra que bien podría ser un planeta.
Inicialmente, dijo Rodin alguna vez, esa escultura de comienzos del siglo XX se llamaría “El poeta” e iba representar a Dante Alighieri en el proceso de imaginar su Divina comedia. ¿Se imaginan a la cabeza —el cuerpo— de ese pensador concibiendo un mundo tan intenso y original? Pareciera que acabara de terminar un libro —una obra maestra sin escribir o escrita por otro— y ahora se recogiera para no extraviarse del todo en el efecto causado por la lectura.
Si uno se la queda mirando, se da cuenta de que el sujeto no está cómodo y que tal vez sufre, tenso ante la posibilidad de levantarse o quedarse ahí, eternizado, inmortal. Esos hombros recogidos delatan fragilidad, no exactamente convencimiento. El puño en el mentón pareciera la imagen de un golpe autoinfligido, a punto de unir boca con mandíbula, de clausurar el hueco por donde se habla y come: por donde se emiten palabras y se devoran cosas.