- Ilustración Juan Restrepo
La invención de Medellín: ¿cómo la ciudad crea lo que somos?
La cultura y la ciudad son dos conceptos que se encuentran: una hace a la otra, y viceversa. Una configuración que depende del lugar.
LUIS FERNANDO GONZÁLEZ
El triunfo de las ciudades, que proclamara hace unos años el economista Edward Glaeser, se puso en entredicho en tiempos de pandemia; la velocidad de contagio debido a la proximidad, compacidad y densidad citadinas eran anuncios pesimistas sobre su futuro. De ahí que se proclamara la huida de ella hacia las periferias, los pequeños pueblos e, incluso, el retorno a la naturaleza como un imperativo del porvenir.
No solo la ciudad sobrevivirá a los altavoces apocalípticos, sino que los conglomerados urbanos se consideran fundamentales como posibilidad de futuro en tiempos del cambio climático. De ahí que esa ciudad, la clásica y no la megalópolis, sigue siendo, como lo señalara hace varias décadas Lewis Mumford, junto “con el idioma, la obra de arte más grande del hombre”; eso sí, una obra de arte colectiva, como lo matizó Thomas Mann. La ciudad es un hecho civilizatorio y de cultura por excelencia.
Si bien la cultura define la forma y el carácter de las ciudades, esta a su vez modula y recrea permanentemente a la cultura urbana, a sus habitantes, sus maneras de aprehenderlas y apropiarlas. En la cultura urbana de las ciudades hay constantes, de ahí sus memorias y sus patrimonios como valores fundamentales, pero también hay cambios, mutaciones o grandes olvidos que las constituyen.
Medellín, por ejemplo, se ha configurado desde el mito de la centralidad y del progreso. Una centralidad política, administrativa, económica, religiosa, educativa, demográfica y funcional que se construyó a mediados del siglo XIX para terminar siendo una creación simbólica y cultura per se, al punto de considerarse ésta como un asunto geográfico. Toda expresión de lo “antioqueño” terminó convergiendo en Medellín, naturalizándose en su entramado urbano.
En esa idea de pensarse como el centro de todo avanzó imparable. Para cumplirlo la clase dirigente se propuso ir siempre adelante sin miramientos, aparentes, con el pasado. Era el pago al dios progreso. De ahí se derivaron dos elementos fundamentales de la cultura urbana medellinense: la demolición y, posteriormente, la nostalgia. Progresar era demoler. Lo viejo no tenía valor simbólico y, mucho menos o, sobre todo, económico. Maximizar las rentas del suelo urbano se impuso como determinante para reconfigurar el paisaje urbano, siempre hacia arriba, una verticalidad que daba mayores rentas por metro cuadrado.
A cambio se impulsó la nostalgia por los tiempos idos y por lo demolido, entre falsas fondas, fotos sepias y el recuerdo, que no memoria, por lo perdido. Nostalgia que también está en la base de otros aspectos que definen la cultura urbana de Medellín, como lo es su ambigüedad entre lo rural y lo urbano, en permanente tensión y discusión, reflejada en monumentos urbanos como el “Pueblito paisa”, en el Cerro Nutibara, ejemplificación del pueblo arrasado por el mismo progreso, con sus trovadores, arrieros, muleras, carrieles y collar de arepas, que contrasta con lo que ha significado y significa el teatro Carlos Vieco, ubicado en otro lado del mismo cerro, como expresión de poesía, rock y formas de culturas juveniles y alternativas urbanas. Un vaivén que se expresa también entre las emisoras de hablados ruralistas y músicas de carrileras, y las juveniles, con lenguajes neourbanos, cada vez más parcerizados, en pos de expresiones musicales más cosmopolitas.
Otros referentes culturales y aun mitos de la cultura urbana se fueron configurando con el paso triunfal de Medellín. Uno de ellos lo recogimos hace décadas en el trabajo de campo, que fue llamado la “mirada a occidente”. Los hijos de los obreros que aspiraban su ascenso social pensando en la posibilidad de vivir en Laureles, en la Otrabanda. Hijos que salieron del entorno de los barrios obreros en las laderas para trasladarse a los barrios planos de clase media, con sus viviendas con antejardines y garajes, en busca del ascenso social que esto significaba. Mientras tanto, nuevas oleadas de desplazados, campesinos y pueblerinos se asentaron más arriba de los barrios formales. Cada vez más informales construyeron sus viviendas, sus barrios, sus territorios y sus paisajes. Determinaron un mundo laberíntico, de escalinatas y adaptaciones, de supervivencias y controles territoriales, de vulnerabilidades y riesgos; en donde algunos ven problemas, otros ven sabidurías.